martes, 10 de noviembre de 2009

Que llueva, que llueva...

Me gusta la lluvia. Viviendo en el norte tampoco me quedan muchas opciones: Pero la gente, por lo general, escapa de la lluvia, corren con la cabeza agachada o abren el paraguas ante la más inofensiva gota. “Uuuh, mojarse un poco, que miedooo”.

Tal vez se deba a que nací un lluvioso octubre, en una Santander medio inundada. El resto de mi vida lo pase en el campo, y donde mas jugué fue en los regatos. Podía pasarme tardes enteras subiendo y bajando por los regatos, construyendo presas con barro y piedras. O haciendo navegar mi lancha de Playmobil (algún que otro playmobil murió ahogado…) en estos ríos de juguete.
Sí, fijación por el agua en general. El mar nunca me llamo demasiado, lo admito. En mi infancia pise la playa poco o más bien nada, aprendí a nadar tarde… Después llegué a Galizano, y recupere el tiempo perdido.

Aun recuerdo un día de lluvia este verano, en la playa, con mi compañero (Héctor). Era uno de esos días de lluvia constante y cerrada, en los que desde el principio sabes que no va parar de llover en ningún momento. Llevábamos toda la mañana en el coche, leyendo, pensando y divagando. Al final acabamos corriendo por la playa, para acto seguido lanzarnos de cabeza al mar, mientras la lluvia caía sobre nosotros y ahí nos quedamos paladeando el momento. Es uno de esos recuerdos que, como el bueno vino, cuanto más tiempo pasa mejor sabe.

En definitiva, la gente va a ver películas 3-D, viaja a Port Aventura, fuma porros, sodomiza ovejas, etc, etc… todo para buscar nuevas experiencias. Pero pocos se han molestado en caminar lentamente bajo la lluvia, siendo conscientes de como cada gota se va posando en ellos, como sus hombros se van humedeciendo, como lentamente su cara se va lavando, mientras sus ojos se refrescan…

La lluvia es magia: Puede cambiar (y cambia) el mundo en instante, barre todos los colores, olores y sabores. Cuando termina todo es igual, pero nada es lo mismo.

Disfrutarla es aprender a valorar la vida.
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