domingo, 29 de noviembre de 2009

Noche ventosa

Noche ventosa. Estoy sentado en mi habitación, pensando algún tema para actualizar el blog (la presión de mis seguidores es cada día mayor) Tiro todo por la ventana y decido dar un paseo. Agarro mi cámara digital Sony, una sudadera made in decathlon, un pantalón de chándal blanco adidas y mis asics gel-1130 (playeras de corredor regular que utilizo una vez al mes).
Salgo a la calle y lo primero que noto es el viento enmudeciendo el ruido del mundo, creando su propia armonía de sonidos. Es viento de sur, temperatura más que agradable.
La calle, en este caso una carretera de pueblo, completamente vacía. Mi reloj marca las 23:11, nadie a la vista.
Un gato perezoso, me mira desde lo alto de un muro, le devuelvo la mirada al tiempo que sopeso la cámara en mi mano “Tranquilo – le digo en silencio – No voy a interrumpir tus meditaciones”.
Continúo andando, sin prisa. Ahora me paro, ahora acelero el paso, me detengo de nuevo, tiro una foto, la miro… la borro. Observo como el viento arrastra y amontona las hojas otoñales.
Una farola caprichosa se apaga a mi paso. Alzo la vista escéptico, hacia su foco apagado (Aun no lo se, pero a la vuelta volverá a hacerme lo mismo).
Llego hasta la estación de tren, aun nadie en mi camino. Unos pasos más adelante el único bar del pueblo, persianas bajadas, ha cerrado.
La carretera se presenta ahora totalmente recta, kilómetro y medio de asfalto ante mí. Los coches parecen dormir, mis pies se deslizan sobre la línea discontinua, las farolas enmarcan mi desierto camino, más allá los campos permanecen en tinieblas. A mitad de la recta me detengo, miro adelante y atrás… Sin casas, sin gente. Tan solo viento ensordeciéndome y enmarañando mi pelo. Me siento, en el centro, entre dos líneas, acaricio el asfalto, dejo pasar el tiempo. Siento que estoy haciendo algo, pero aun no se el que.
Una luz en la distancia, un coche se acerca, me levanto y me aparto hasta el prado. Me coloco en el punto en que mueren las luces y nacen las sombras, invisible al anónimo conductor.
El coche pasa, ajeno a mi presencia. Coloco la capucha de la sudadera sobre mis pelos desordenados y regreso a casa. Ha sido una noche divertida.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Agujeros negros y neuronas a la deriva.

Stephen Hawking, uno de los mayores científicos vivos del mundo, ha estudiado en profundidad los agujeros negros. Pero hay una serie de agujeros negros en nuestro planeta a los que no ha prestado la debida atención. Me estoy refiriendo a… Los coches, esos taimados ladrones que se hacen pasar por nuestros amigos.

Comprar un coche es como tener un hijo sabiendo que nunca te va a dar satisfacciones. Le tienes que cuidar, alimentar, lavar, llevar al médico… Y nunca te dará una sola alegría, nunca te llegara a casa con un sobresaliente o te traerá un regalo el día del padre, al contrario cuando mas le necesites se pondrá enfermo o directamente te dejará tirado.

El coche, es en definitiva, el agujero negro de cualquier economía domestica


Aun así muchos insisten en mimarle y colmarle de regalos. Invierten ese dinero que nunca gastaron (ni gastaran) en libros*, en llenar de accesorios inútiles a su querido engendro.
Llegan a creer que su niño es el más guapo, el más rápido y lo convierten en eje central de sus vidas, proyectando en él todo lo que ellos son (horteras) y quieren ser (¿dinámicos?). Afortunadamente se les reconoce con facilidad, la discreción no es su mayor virtud.

Si ellos son felices así me alegro, vive y deja vivir. Al final cumplen una importante labor social.
Cuando una tranquila noche cualquiera, pasas por un aparcamiento y les ves ahí; Unos haciendo (el anormal) “trompos”, mientras el resto observa embelesado tan alquímicas proezas. Como música de fondo reggaeton a todo volumen, perforando tímpanos y drenando cerebros.
Los observas durante cinco minutos y no puedes si no alzar la vista al estrellado cielo para dar gracias a Dios por (a pesar de todos tus defectos) no ser como ellos.



*Me niego a creer que una persona así haya leído y entendido más de un libro en su vida.

martes, 10 de noviembre de 2009

Que llueva, que llueva...

Me gusta la lluvia. Viviendo en el norte tampoco me quedan muchas opciones: Pero la gente, por lo general, escapa de la lluvia, corren con la cabeza agachada o abren el paraguas ante la más inofensiva gota. “Uuuh, mojarse un poco, que miedooo”.

Tal vez se deba a que nací un lluvioso octubre, en una Santander medio inundada. El resto de mi vida lo pase en el campo, y donde mas jugué fue en los regatos. Podía pasarme tardes enteras subiendo y bajando por los regatos, construyendo presas con barro y piedras. O haciendo navegar mi lancha de Playmobil (algún que otro playmobil murió ahogado…) en estos ríos de juguete.
Sí, fijación por el agua en general. El mar nunca me llamo demasiado, lo admito. En mi infancia pise la playa poco o más bien nada, aprendí a nadar tarde… Después llegué a Galizano, y recupere el tiempo perdido.

Aun recuerdo un día de lluvia este verano, en la playa, con mi compañero (Héctor). Era uno de esos días de lluvia constante y cerrada, en los que desde el principio sabes que no va parar de llover en ningún momento. Llevábamos toda la mañana en el coche, leyendo, pensando y divagando. Al final acabamos corriendo por la playa, para acto seguido lanzarnos de cabeza al mar, mientras la lluvia caía sobre nosotros y ahí nos quedamos paladeando el momento. Es uno de esos recuerdos que, como el bueno vino, cuanto más tiempo pasa mejor sabe.

En definitiva, la gente va a ver películas 3-D, viaja a Port Aventura, fuma porros, sodomiza ovejas, etc, etc… todo para buscar nuevas experiencias. Pero pocos se han molestado en caminar lentamente bajo la lluvia, siendo conscientes de como cada gota se va posando en ellos, como sus hombros se van humedeciendo, como lentamente su cara se va lavando, mientras sus ojos se refrescan…

La lluvia es magia: Puede cambiar (y cambia) el mundo en instante, barre todos los colores, olores y sabores. Cuando termina todo es igual, pero nada es lo mismo.

Disfrutarla es aprender a valorar la vida.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mienteme.

Todos mentimos, unas veces en deferencia a los demás, otras en nuestro propio interés. Siempre nos han hecho creer, desde pequeños, que la mentira (u omisión de la verdad) es algo malo o inmoral, yo no lo veo tan claro.


La mentira es algo tan humano como la puñalada trapera, aunque pocas veces llega a ser tan letal. Supongo que Nietzsche diría que la mentira es parte de nuestra mascara. Yo, más bien, la definiría como el taparrabos emocional sin el cual no nos atreveríamos a salir a la calle y enfrentarnos a nuestros semejantes.
La mentira es para algunos el escudo que los mantiene a salvo y para otros una lanza con la que herir a sus enemigos.

No, no me considero un mentiroso, pero normalmente la gente acepta mejor una mentira ingeniosa que una verdad insípida.

Así todo engañar a alguien a quien respetamos y apreciamos (aunque sea para evitar males mayores) suele ser tan difícil como chuparse el codo. Esta incapacidad no viene dada por la habilidad del otro para desenmascararnos, si no por nuestra propia reticencia inconsciente a engañar a alguien querido.



“No es el que tú me hayas mentido, sino el que yo ya no te crea a ti, eso es lo que me ha hecho estremecer”
Friedrich Nietzsche.

Tengo que salir más...

Tengo que salir más, tengo que hacer más viajes, tengo que probar más sabores de helados…

Viernes por la noche y aquí estoy, frente a “la caja tonta 2”, un ordenador con conexión a internet, después de crearme un fotolog y cotillear por el Tuenti, me dispongo a irme a dormir, con la sensación de haber tirado otro día más a la papelera.

¿Cuántas horas anuales perdemos erosionando la vista y agarrotando las neuronas frente a un monitor? Si no fuese por Internet (y la televisión) habría duplicado la cantidad de libros que he leído en mi vida y quizás escribiese y me expresase mejor.

Ojala se hundiese el Messenger, todas las “redes sociales” tipo tuenti y la gente se viese obligada a salir a la calle y quedar físicamente para hablar e intercambiar vivencias.
Incluso el teléfono móvil me parece una alternativa más “humana” a esta pantomima virtual, en la que tan fácil es ignorar, como quedar bien con alguien a quien etiquetamos como “amigo”, pero al que no pasaríamos de dedicar un seco “Hola” si nos le cruzásemos en la calle.


Algún día, cuando sea libre, buscaré un bosque, y me perderé toda una semana… para intentar encontrarme a mi mismo.
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