viernes, 2 de julio de 2010

El niño y la hormiga

El hormiguero estaba lejos, una serie de circunstancias habían alejado a la hormiga de su hogar. Conocía la dirección que debía tomar para llegar a su hogar, era como un delgado hilo que tiraba de ella. El rumbo a seguir era claro “al norte, sin perder de vista el horizonte”. Los obstáculos, sin embargo, no eran tan visibles.
La hormiga caminaba incansable, llevaba toda su vida haciéndolo. Llevaba toda su vida sabiendo cual era su lugar y su función.
Una simple pisada de vaca había formado un charco en la tierra blanda y húmeda. La hormiga no necesitaba cruzar por allí, tanteo los bordes rodeando la huella. Todo iba bien, hasta que tropezó y cayó en el frío agua. Entonces todo fue mal.
Se debatía y luchaba por llegar a la orilla e intentar trepar, pero las paredes de barro eran demasiado verticales incluso para ella. Y cada intento por escapar era solo un fracaso más, que la iba agotando.


El niño tenía cuatro años, caminaba por el prado de su abuelo buscando piedras, en uno de esos juegos infantiles tan entretenidos que solo comprendemos cuando somos así de ingenuos y pequeños. Tan pequeño era y tan agachado iba que vio a la desesperada hormiga. La contemplo durante un momento y luego sumergió su regordete dedo índice en el agua, la pequeña hormiga trepó por el hasta la seca mano. Y allí se quedó paralizada durante un momento sin saber donde estaba, solo consciente de su cuerpo empapado y del calor que desprendía aquella gran masa de piel.
Finalmente el niño posó a la hormiga entre la hierba y continuó su, interrumpida, búsqueda de piedras, La hormiga, por su parte, encontró de nuevo el hilo que la conducía a casa.


Una semana después de haber salvado a la anónima hormiga, el niño murió de meningitis. Muchos le lloraron; su madre aun sueña con el, su padre escribe su nombre en los posits de la oficina. Todos los que le conocieron pensaban en lo que podía haber sido y nuca llego a ser. Pero lo que nunca nadie conoció nunca fue aquel acto de bondad desinteresada, aquel amor instintivo por un simple insecto. Un insecto que no tenía conciencia, ni forma de devolver tal favor. Muchos otros niños, seguramente, se hubieran divertido aplastando a la hormiga, pero no aquel.
La hormiga llegó hasta su hormiguero. Ninguna de sus hermanas y compañeras celebró su regreso, trabajo todos los días de su vida, y cuando dos años después murió de frío durante el invierno su madre no derramo lágrimas por ella, ni noto su ausencia.


¿Moraleja? Los humanos somos capaces de las mayores bondades y maldades. Muchas de nuestras mejores acciones son a veces tan anónimas como un bostezo en medio de la noche, e incluso las personas más egoístas pueden tener destellos de bondad.
Hitler, por ejemplo, uno de los mayores tiranos y genocidas de la historia, quería y adoraba a sus perros. (Y seguramente para ellos era el mejor dueño del mundo)
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